Los resultados de la primera vuelta en Brasil marcan un escenario
complicado y extremo en el país carioca, y por consecuencia en la región de
América Latina. El enfrentamiento es entre dos polos extremos: La candidatura de Jair
Bolsonaro representando la ultra derecha fascista y conservadora que nunca ha
gobernado el país, y la de Fernando Haddad del Partido de los Trabajadores,
oficialista, y representando la izquierda progresista que ha gobernado a Brasil
en los últimos quince años, y arrastrando consigo todos los escándalos de
corrupción de sus antecesores.
Estas elecciones en Brasil son históricas, no sólo por tener una elección
polarizada entre dos ideologías completamente extremas, situación que nunca ha
pasado de forma tan radical en el país, sino también por la influencia
política, social y económica del gigante sudamericano en toda la región
latinoamericana.
Durante los 90, Brasil marcó la pauta para instaurar el neoliberalismo en
la región, y por siete años consecutivos, Fernando Henrique Cardoso pudo
imponer y afianzar esta corriente en su país. Al principio, los beneficios
económicos fueron sustancialmente positivos, pero luego la crisis económica
causada por el fuerte incremento de la deuda externa atacó al país.
La
población cansada de la crisis en que Cardoso los había metido, aunado a los
múltiples escándalos de corrupción, decidió darle un giro político al país y
elegir, en el 2002, a Luiz Inácio Lula da Silva del Partido de los
Trabajadores, exsindicalista y representante de la izquierda progresista de
Brasil. Un viraje del rumbo político que no solo impactó en Brasil, sino que
significó el cambio ideológico de la región ya que su radio de influencia
impactó sobre diversos procesos electorales en la región.
Esta elección cambió la forma de hacer política en Brasil, dónde ahora el
Estado tenía una fuerte intervención en la vida económica y empresarial del
país. Y empresas estatales como Petrobras tuvieron preponderancia en las
cuentas fiscales y en la actividad económica de Brasil. Siete años de gobierno
populista hicieron que Lula sea de los presidentes de Brasil con mayores
índices de aprobación mientras estaba en el cargo, esto le sirvió para
influenciar la elección de Dilma Rousseff, del mismo partido y corriente, como
su sucesora en la presidencia.
Lamentablemente para Dilma, su gobierno no fue del todo exitoso y hacia el
final de su primer periodo gubernamental, los casos de corrupción de Petrobras,
LavaJato, y Odebretch, empezaron a hacer mella de la popularidad del gobierno
izquierdista. Logró una ajustada reelección, pero en su segundo periodo, en
lugar de enfocarse en las políticas públicas y económicas del país, los
esfuerzos estuvieron concentrados en luchar contra las acusaciones que recaían
sobre Dilma y Lula. Tres años después, Dilma fue censurada por el
parlamento ante las inminentes acusaciones e investigaciones a las que tenía
que hacer frente.
Luego de la censura a Rousseff, el vicepresidente de la República Michel
Temer, de centro derecha, gobernó el país, pero el escenario político no fue
más alentador que lo sucedido los años previos a su gobierno, además la
violencia en el país se hizo más aguda ante la crisis económica y política que
vivía Brasil. Todo ello ocasionó una sensación de descontento, decepción, indignación
y hartazgo de la población contra la clase política de su país, y una necesidad
urgente de cambio.
Este fue el escenario político con el que Brasil comenzó su proceso
electoral del 2018 para elegir al próximo Presidente de la República. Esta campaña,
empezó incipiente sin un candidato fuerte que contrarrestara la precandidatura
de Lula y marcada por el proceso judicial que decidiría el futuro político del
expresidente. Luego de tanta incertidumbre, Lula fue acusado y sentenciado a
prisión, por lo que la candidatura “fuerte” (lideraba las encuestas, pero con
apenas 14% de respaldo) de la izquierda se caía, y la campaña volvía a empezar.
En esta reorganización del proceso electoral, surgió un militar en reserva
y que traía consigo una política conservadora de ultraderecha, totalmente
opuesta a la que gobernó Brasil por quince años, llamado Jair Bolsonaro. Las
propuestas de cambio en la política económica y la lucha contra lo diferente
para reducir la violencia en el país calaron fuertemente, a tal punto que los
electores de Bolsonaro en la primera vuelta casi llegaron al 50% de los
votantes.
Este tipo de candidatos radicales siempre surgen y calan cuando las
autoridades vigentes causaron hartazgo en la población. Pese a las propuestas
fascistas de Bolsonaro, los brasileños no han podido discernir correctamente
entre lo que significaría su elección como presidente. Si bien representaría el
cambio radical que Brasil espera, también traería consigo discriminación,
segregación y una amplitud de brechas sociales más profundas de las que hoy ya
existen en Brasil. Además, distinto a lo que se piensa, la violencia se
incrementaría de manera sustancial ante las políticas fascistas con las que
planea gobernar Bolsonaro.
Cómo muestra de este futuro escenario complicado que enfrentaría Brasil,
hoy muchos seguidores de Bolsonaro han reaccionado de forma violenta contra los
grupos sociales minoritarios, siguiendo el discurso del candidato presidencial,
incluso llegando a asesinar a un grupo personas transexuales bajo el lema
“queremos limpiar Brasil de esta lacra”. Estos actos dan luces de los niveles
de violencia que alcanzaría el país, y además de la intolerancia contenida y
escondida que ha habitado en muchos grupos sociales del país.
Analizando los resultados de la primera vuelta electoral, los electores de
Bolsonaro corresponden mayoritariamente a los niveles socioeconómicos media y
alta, que viven en ciudades donde predomina la población blanca y con altos
niveles educativos. Esto nos muestra que esta parte de la sociedad ha vivido
reprimida en cuánto a sus sentimientos fascistas y están dispuestos a “limpiar
el país” para tener un mejor futuro.
Por el lado contrario, el candidato de la izquierda oficialista, Fernando
Haddad, quién quedó relegado por una amplia diferencia en el segundo lugar,
alcanzó esta posición gracias a que su mayoría de votantes corresponden a las
clases socioeconómicas más bajas de Brasil, y que viven en las ciudades de
población negra y con elevados índices de pobreza. Claramente, a este grupo
poblacional no le es relevante la corrupción de sus gobernantes, sólo que respeten
sus derechos y continuar recibiendo apoyo gubernamental mediante los diversos
programas asistencialistas que instauró la izquierda progresista.
Esta segmentación entre ambos candidatos, de cara a la segunda vuelta, ha
fraccionado al país en una lucha política (Izquierda vs. Derecha), pero también
en un enfrentamiento social entre pobres y ricos, entre blancos y negros, entre
heterosexuales conservadores y demás orientaciones sexuales. Esta confrontación
lo único que está ocasionando en Brasil es un fuerte incremento de la
violencia, y podría ocasionar un retroceso en el reconocimiento de los derechos
hacia la diversidad de personas que habitan Brasil, lo que significaría un
incremento en la fractura social del país.
Esta segunda vuelta en Brasil es una encrucijada entre dos males distintos,
uno nuevo y otro conocido. Es una elección entre el fascismo conservador de
ultraderecha y la corrupción e ineficiencias de la izquierda progresista. La
decisión no es sencilla, ya que ambos atentan contra el desarrollo del país. Y
por la influencia del país carioca, podría macar un precedente que pudiera
afectar la situación política, social y económica de América Latina.
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